Una vez en Zagora, empieza la búsqueda del hotel. No es fácil. El pueblo consiste en una calle ancha, de dos carriles por sentido, con bares, hoteles y comercios a los lados, y no vemos el nuestro por ninguna parte. Nota mental para el próximo viaje: conseguir las coordenadas de los hoteles para meterlas en el GPS. Como siempre, aparecen motillos. Muchas. Uno, que si quiero ver su taller, "muy limpio amigo, solo ven y mira". A pesar de que le digo que la moto va estupendamente, me dice que bueno, que me la lava. Sí, hombre, con lo guapa que está llena de polvo y barro. Y otro que se ofrece a llevarme hasta mi hotel. Le sigo, y menos mal, porque no lo habría encontrado en la vida (estaba fuera de Zagora, bastante más allá, hacia el desierto). Le ofrezco dinero y se niega a aceptarlo, pero me pide que visite su tienda (típico) y se ofrece a ser nuestro guía al día siguiente para ir al desierto. Me quedo con su número, y me lo pienso.
El hotel, una pasada. Buena atención, buenas habitaciones (a mis padres les dieron una suite, y todo) y buena cocina. Una piscina enorme, que no llegamos a utilizar, y bonita decoración. Además, tenían wifi. De modo que, como era tarde, una buena ducha, una buena cena, y a descansar.