Cuarto día: jornada de desierto

Cuarto día en Marruecos. No hay que rehacer las maletas, ni cargar el coche ni la moto. Ni siquiera hay que madrugar. Hoy dormimos aquí de nuevo. La idea es ir al desierto. Y lo ideal sería ir a ver la duna grande, que por lo visto es inmensa, pero hasta allí es imposible llegar con el coche y con la moto. Con el coche realmente es posible llegar, pero desconocemos el camino, y de todas formas hay mucha arena y mucha duna. Que se puede llegar, y teóricamente hay una pista que te lleva hasta allí, pero aún así no nos fiamos mucho. Preferimos ir con guía. Así que después de un opíparo desayuno en el jardín del hotel, en un entorno idílico,

decidimos llamar a Ismael, el chavalillo que nos indicó el camino la noche anterior. Imagino que ese día haremos solo carretera, así que no me pongo las botas, ni los pantalones de moto. Silvia tampoco. Volvemos hacia Zagora, donde encontraríamos al tal Ismael. Antes de llegar ya me había localizado él a mí. Lo primero que hizo fue meterme en su tienda (que no era suya, sino de un amigo, y el, como siempre, iría a comisión) donde después de un té y mucho regateo compramos algunas cosillas, seguramente pagando más de la cuenta. Después acordamos el plan con el. Nos dice que llegar a la duna grande nos llevaría todo el día (ir y volver, quiero decir). No queremos estar tanto tiempo por ahí, queremos descansar un poco, así que nos conformamos con ir a unas Haimas (¿o son Jaimas?) al lado de unas dunas, comer allí, y volvernos. Pues dicho y hecho, negociamos el precio (hay que regatear mucho; al final fuimos por menos de la mitad de lo que nos pedía al principio, y me sigue pareciendo mucho). Ismael se montó en el coche con mis padres, y Silvia y yo les seguíamos en la moto.

La primera parada fue en Tamegoute, un pueblo muy interesante. En ese pueblo hay una biblioteca coránica. Pagamos unos dirhams a un viejecito sabio muy simpático, que enseñaba el Corán (no puede hacerlo cualquiera) y nos guió por la biblioteca. Era solo una sala, pero los libros eran impresionantes. Manuscritos todos, preciosos, y abarcaban desde la literatura y las matemáticas, hasta la astronomía, diccionarios (de definiciones, y árabe respecto a otros idiomas), y por supuesto el Corán. Pero de verdad me cuesta explicar lo bonitos que eran esos libros, con ilustraciones, preciosa caligrafía árabe y muchos colores. El viejo sabio decía que se los había leído todos. Y lo cierto es que yo me lo creo.

Después dimos una vuelta por las callejuelas del pueblo, algunas de ellas subterráneas. Es curioso ver qué forma tan distinta de vivir. Callejuelas estrechas y casas de adobe (barro y paja), algunas muy oscuras (no me las quiero ni imaginar de noche) y otras en las que yo no cabía de pie. Una experiencia interesante, sin duda.

Y ya seguimos por la carretera hacia el desierto. Aún quedan unos cuantos kilómetros de carretera... pero nuestro guía nos saca por una pista. Muy bonita y muy divertida. La verdad es que ya tenía ganas de pistas. Esta además pasaba por un pueblo, típico de casas de adobe, como el anterior, que discurría por un palmeral (de nuevo: donde hay agua... ya se sabe). Y después, pista pedregosa pero muy buena para mi moto. Voy con cuidado arrepintiéndome de no haberme puesto al menos las botas, y en una de esas, en un arenal traicionero (porque apareció de golpe) en el que entré con poca decisión, nos fuimos al suelo. Muy despacio, pero nos golpeamos, yo con las defensas y con las estriberas, y Silvia con una maleta. Mi padre le estaba pisando al Jeep de lo lindo, así que estaban bastante más allá. Levantamos la moto y continuamos, y entonces nos empezamos a dar cuenta de dónde nos hemos daño. Nada, un buen moratón en la cadera ella, y golpes en las espinillas yo, con una buena hinchazón en la pierna izquierda, que me empezaba a doler.

Paramos en Tagounite, el último pueblo del camino, el último que hay antes del desierto, a comprar la comida (que nos prepararían a la brasa en en la Jaima) y aprovecho para darme crema post-golpetazos y vendarme un poco la pierna. Mano de santo (aunque, imagino que por falta de continuidad en el tratamiento, aún hoy tengo la pierna bastante inflamada; pero va mejorando: hielo y antiinflamatorios, y pierna en alto).Y ya, tras unos kilómetros de carretera y unos 10 de pista (con piedras y más arenales, que ya no me pillan desprevenido) llegamos al desierto.

Una pasada. Impresionante. A nuestro alrededor, algunas Jaimas, y enfrente nuestro un mar de dunas que quitaba la respiración. Hacemos unas cuantas fotos, y me acerco todo lo que puedo con la moto. Bastante antes de llegar a las dunas, la moto se empieza a hundir y apenas avanza, así que me doy la vuelta y vuelvo a la Jaima. A lado había un montón de arena que no me atrevería a llamar duna, pero que era una duna de arena al fin y al cabo. Bueno, eso lo paso yo con la gorra. Con una Adventure, cómo no voy a pasar. Menudo soy yo. Pues no. Se hunde como si fuese agua, en lugar de arena. Así que la dejo allí clavada, que cada uno aparca como le da la gana, y me dedico a hacer fotos, volver a las dunas, descansar en la Jaima... y ya sacaré la moto después de comer (no sé cómo, pero bueno).

La Jaima era... pues como una tienda grande. Cuadrada, bastante amplia, y con cómodos sillones y cojines. Y un par de mesitas. Allí comimos una ensalada y unas brochetas de yo qué sé a la brasa. Muy rico todo. 

Después de comer mi padre y yo sacamos la moto de la arena (no fue tan difícil, realmente) y nos fuimos todos hasta las dunas para recoger algo de arena en una botella (que entra como si fuese agua... es arena finísima, casi polvo), para ponerla en casa de adorno (en otra botella, graciosos; no en un montoncito) y ya volvemos al hotel. Es pronto, así que nos dará tiempo a darnos una ducha, descansar un poco, y ver qué hacer al día siguiente.

Ya descansados, decidimos que queremos comprar algunas cosas, fundamentalmente tajines, que son unos recipientes de barro (un plato grande y cono que lo cubre) que se pone (con la comida dentro, claro) en las brasas y muy lentamente se va cocinando. Resulta que uno de los dueños del hotel tenía una tienda, y nos lleva a todos en su Mercedes 190 con muchos años y a saber cuántos kilómetros. La verdad es que fue muy divertido, compramos bastantes cosas a muy buen precio y no nos agobió insistiendo en vender.

Pues ya con los deberes hechos, una rica cena y a la cama, que nos espera un día precioso hasta Merzouga, otro pueblo del desierto, a unos 300 kms. de allí, y esta vez, al pie de las dunas.