Sexto día: Merzouga - Midelt

Despertarte sabiendo que estás en el desierto es algo especial. Es temprano, y hace muy buen día. Desayunamos sin prisa pero sin pausa, porque hemos quedado pronto con Asis para que nos enseñe la pista que lleva hasta Erfoud, y que será más bonita y divertida que el trayecto por carretera. Kabul se debate entre el "Vamos, que nos vamos" y el "Prisa mata, amigo", mientras cargamos el equipaje en la moto y en el coche.

Ya estamos listos. Nos despedimos de la gente del hotel y, con Asis en el coche, nos acercamos al pueblo para poner gasolina. Es un pueblo sin gasolineras, de manera que el combustible lo tienen en bidones. Nos quedamos con la sensación de que nos cobran más litros de los que han puesto, sobre todo en el coche, pero entendemos que es parte del precio de encontrar gasolina en un sitio tan remoto, y no discutimos. Además, la gasolina parece de poca calidad, quizá mezclada con agua, y además de seguir engañando al indicador de nivel de combustible, hace que los motores no vayan todo lo finos que debieran.


Después de repostar ya vamos directos a la pista. La pista es buena, con algo de arena en algunos tramos que no presenta ningún problema, y algunas zonas pedregosas. Y el recorrido una maravilla. Vamos todo el tiempo viendo dunas, y a nuestra derecha, además, unas montañas que hacen de frontera con Argelia.

Al principio de la pista aún aparecen vestigios de poblaciones. No sé si aún vivirá gente o se trataba de pueblos abandonados. El caso es que vimos algunas personas pero nada parecía indicar que fuesen viviendas habitadas. Hasta la única mezquita que nos encontramos estaba abandonada.

Pero ya después de ese pueblo y durante unos 80 kms. hasta Erfoud, no vimos más pueblos, ni casas, ni prácticamente gente. Solo algún asentamiento nómada, que paramos a visitar, con gran sorpresa sobre todo de los niños que alucinaban con nosotros y que se llevaron chocolate, caramelos y juguetes. A uno de ellos la madre le quitó la tableta de chocolate, para que no se la comiera toda de golpe, imagino, y el niño empezó a llorar con gran desconsuelo. Y es que los niños son niños en todas partes. Aún llorando, y con algo de chocolate en una mano y un juguete en la otra, nos decía adiós como podía cuando nos marchábamos.

Continuamos la pista haciendo algo de video y varias fotos, y disfrutando de la conducción. Asis, que iba en el Jeep, sugirió que los Toyota son mejores coches en esas condiciones. Sin embargo poco después estaba diciéndole a mi padre "Juan, Juan... ¡no tan rápido!" con cara de susto. Y tenía razón: esta pista hay que disfrutarla, no podíamos pasar por ella a toda velocidad y perdernos el sobrecogedor escenario en el que nos encontrábamos.

Lo estábamos pasando estupendamente, así que nos dio algo de pena cuando, tres horas después, llegamos a Erfoud y dejamos atrás las dunas, el desierto y las pistas. Sin embargo, lo que no dejamos atrás fueron las complicaciones, que forman parte indispensable de un viaje como este: al llegar a Erfoud nos encontramos con una carretera cortada por el paso del río. No solo el agua pasaba por encima de la carretera con mucha fuerza, sino que la carretera estaba rota, y, al no poder ver por dónde exactamente, era muy arriesgado intentar cruzar.

Y mientras estábamos ahí, pensando qué hacer, se acercó un chaval que decía conocer un paso mejor. Así que Ibrahim, que así se llamaba, se montó en el coche y nos llevó por una pista en no muy buen estado hasta otro posible paso. El agua también pasaba con mucha fuerza por encima de la carretera, pero al menos no estaba rota. Mientras me planteaba si cruzar o no (me preocupaba un poco la fuerza con la que bajaba el río) Ibrahim me dijo que para la moto había un sitio mejor. De modo que el Jeep cruzó por ahí, y yo monté a Ibrahim en la moto, y me llevó por un puente pensado para personas, bicicletas, burros, y por supuesto para mi moto.

Una vez cruzado el puente, y tras invitar a nuestros guías a una Coca Cola fresquita (llevábamos nevera en el coche) y de darle unos dirhams a Ibrahim, nos despedimos de Asis, que volvería en "taxi colectivo", como decía Kabul, a su hotel en Merzouga.


Entre unas cosas y otras ya era la hora de comer. Aprovechando que estábamos en Erfoud, llevamos a mis padres a comer a un sitio algo diferente a los que estábamos conociendo en Marruecos: el hotel Xaluca. Parte de una cadena de hoteles en Marruecos, el Xaluca fue montado por un catalán con un gusto exquisito y con todo lujo de detalles. Lo cierto es que aunque hemos estado en buenos hoteles no tiene ninguno nada que ver con el Xaluca, y eso se nota también en el precio. Comimos allí, y aunque tienen comida típica marroquí, tenía un toque algo más europeo. El trato exquisito y amable, y la comida buenísima. Un sitio al que volveremos, sin duda.

Sin embargo nuestra ruta debía continuar. Poco más allá de Erfoud hicimos una parada en un mirador que permitía admirar el Oasis del Millón del Palmeras, creo que se llama. Impresionante. Como buena parada para turistas, tenía un par de vendedores de fósiles, rosas del desierto, y otros recuerdos. Después de entablar conversación y de regatear un buen rato con ellos (que se le daba mejor a mi padre que a los demás...) nos colocaron, o compramos a buen precio (nunca queda claro) unos cuantos recuerdos. En un momento dado Hassan, que así se llamaba uno de los vendedores, preguntó a mi padre cuántos camellos quería por el coche. Dan ganas de entrar al trapo y ver hasta dónde serían capaces de llegar, pero me da la impresión de que no estaba bromeando y nos podíamos encontrar de repente pastoreando dromedarios camino de Madrid.

Nuestro destino, Midelt, estaba siguiendo la carretera, pero yo tenía pensado dar un rodeo por unas carreteras de montaña. Y aunque eso implicó que llegáramos algo tarde al hotel, el desvío mereció la pena. Íbamos todo el tiempo al lado de un río, que tuvimos que cruzar en varias ocasiones (alguna, sin puentes) y subiendo montaña arriba. El paisaje volvía a ser verde y de montaña. Atrás quedaba la aridez del desierto, su arena, sus dunas, y las interminables rectas.

Ya de noche, pero a tiempo de una buena ducha, un buen descanso y una buena cena, llegamos a nuestro hotel en Midelt, el Kasbah Asmaa. Un buen hotel, muy bien atendido, muy acogedor y muy bonito. También parecían recordarme de mi última visita, y nos hicieron buen precio. En este hotel son tremendamente amables, y lo cierto es que tanto mientras nos tomábamos un aperitivo, como mientras cenábamos, nos sentimos como en casa. Después nos sentamos en unos grandes sillones para ver las fotos que habíamos hecho, y es que había resultado ser un día muy largo y muy completo, y también a echar un vistazo a la ruta del día siguiente.

Llegar a un hotel tan cómodo después de un día tan largo y tan cansado, tiene como recompensa que duermes como un bebé.